La soledad de los idiotas

Poco he dormido y me encuentro solo. Los días se suceden en aparente calma mientras la inminente desesperación me acecha. Me aferro a la cordura, con las pocas fuerzas que me restan. Temo estancarme en soliloquios de conmiseración. Deseo ser comprendido, alimentarme bien y hallar en el amor y la amistad el aliento de fortaleza que me escasea. Pero los acercamientos de los que dispongo son superficiales y vagos. Los lugares comunes se han desgastado en consejos que me son nada. Alguna cortesía se ve interrumpida por ese golpe de la miseria en mi vida. No me siento respetado del todo, mis lágrimas y mis enigmas suelen desconcertar e incomodar a los pocos que me rodean. Entonces recurro a las máscaras y sus bandas elásticas me aprisionan en un gesto insincero. Estoy harto de fingir, como lo estoy de llorar. Y la apatía que me consume es la señal de mi tormento. Cambiaría las cosas que sé para ser más feliz y más joven. He despercidiado mi vida persiguiendo pretensiones artísticas que no me han alcanzado para un café, un techo o el beso de una mujer tranquila. El repudio de mi reflejo parece sostenerme mientras camino sin rumbo, con el estómago lleno pero lejos de hallarme plenamente nutrido, con los dedos entumidos de una lenta ansiedad que sofoca lo bueno que una vez hubo en mi vida. Derrotado por el frío que respiro mientras intento ignorar a la muerte. Desempleado. Inflamado del cólon, solo, en la soledad de los idiotas y los marginados.

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